El último hombre
sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación. De repente, llaman a la
puerta.
Enfrascado como
está en la tarea de preparar su dogal de verdugo, no repara en los tres golpes rítmicos,
hasta que se repiten con mayor insistencia.
—¡Va! ¡Ya va! —grita—.
No eres nadie, pues nadie queda vivo salvo yo, postulante a ahorcado… Si es que
consigo acabar este maldito nudo corredizo...
Suda copiosamente a
pesar del frío. Su aliento forma una densa nube de vapor alrededor de su cara. Fuera,
la ventisca y la nieve pugnan por entrar en la habitación, a través de las
ventanas desvencijadas.
—Ya casi está —murmura
para sí. Sus manos, dos garras ensangrentadas sin uñas, se afanan en acabar el
lazo.
Con una sonrisa de
satisfacción, lo alza frente a sus ojos y, tras darle un sonoro beso, se lo
coloca alrededor del cuello.
En el suelo, a sus
pies, cientos y cientos de nudos de ahorcado, todos ellos ennegrecidos por la sangre
que emana de sus muñones.
Había pasado los
últimos tiempos (¿días, semanas, meses...?) confeccionando nudos, con la intención
de dar con el nudo digno de ser su verdugo.
—¡Al fin! —empieza
a dar saltitos de alegría con la soga al cuello y al palmear con sus manos se
salpica la cara de sangre.
Tres golpes más en
la puerta.
Con un suspiro
infantil de fastidio, se saca la soga del cuello y la arroja al suelo y,
arrastrando los pies, se dirige hasta la puerta.
—Si eres tú, mamá,
no pienso cenar brócoli, ya te lo digo, lo que sea menos brócoli... ¡Lo odio taaaanto! —dice
mientras pone los ojos en blanco.
Apoya la mano en el
picaporte. Está tan caliente que se le queda pegada en él. Abre y le envuelven las
llamas.
Un último pensamiento, una sonrisa… Se parece mucho al cálido abrazo de
mamá.
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